viernes, 28 de febrero de 2014

Aleister Crowley








Aunque la estancia de Crowley dentro de la Golden Dawn sólo cubre un corto período, los destinos de la Orden y del mago más temido de Inglaterra aún se asocian y se entremezclan por sul legado y controversia que acompañó la gestión del que alcanzó el título de Frater Perdurabo dentro de la Golden Dawn.

Edward Alexander Crowley nació en Leamington, Warwickshire, el 12 de octubre de 1875. Su padre murió a edad temprana y fue educado por un tío que lo puso en manos de un tutor. Su formación adulta prosiguió en los claustros de la prestigiosa Cambridge, y a imitación de su ídolo de juventud Oscar Wilde, se inició en la poesía. De esa época queda como recuerdo una colección de poemas pornográficos titulado White Satin, “crónica de un poeta que desciende a un universo de necrofilia, bestialidad y muerte”. Y sólo tenía 21 años.

La entrada de Crowley al mundo de la magia tiene lugar entre 1899 o 1900. Enseguida demuestra un gran dominio en estos asuntos que le valen la aceptación inmediata de los grandes maestros ocultistas de la época. La irrupción de Crowley en la Golden Dawn es recibida con recelo, a pesar de que fue el propio Mathers quién lo eligió como adepto y posible sucesor.

Pero poco después de estos hechos se produce la disolución de la Orden y acto seguido Crowley se aleja de la Golden Dawn para iniciar su propia Logia, el Astrum Argentinum. Trevor Ravenscroft brinda en uno de los capítulos de Hitler: Conspiración de las Tinieblas, una descripción aterradora acerca de las verdaderas intenciones de la Gran ...

“... Pasó rápidamente por las técnicas de aficionado de culto y se dedicó en serio a la práctica efectiva de la magia, de una forma nueva por completo. En comparación con Crowley, puede decirse que todos los miembros de Alba Dorada no eran más que muñecas durmientes jugando a las charadas ceremoniales (...) Sus estudios se concentraban en todas las formas del iluminismo sexual y, hacia 1912, había alcanzado el Noveno Grado de una clandestina logia de Berlín, Ordo Templi Orientis, que se ocupaba tan solo de la magia sexual. Ascendiendo a través de la magia, llegó a los grados más altos, en el que los participantes tomaban el elixir de la vida.


En otro párrafo Ravenscroft detalla “...En la época que Crowley había pasado por la Abadía de Thelema (La Abadía de Thule), en Sicilia, se había implicado en prácticas magicas en grado sumo. Sus ritos incluían ... que despertaban la visión penetrante hacia los instrumentos de las inteligencias ..., y además invocaba poderes mágicos fenomenales (...) Crowley había invocado al ... para que se manifestara, a la ... de la revelación invocada por Ernest Pretzsche y Guido Von Lizt en Viena, el mismo espíritu apocalíptico que se había aparecido a Dietrich Eckart y Alfred Rosenberg en las sesiones espiritistas del grupo Thule, en Munich...”


Conexión Crowley - Alemania

Nada de lo que en este espacio hemos mencionado tendría algún interés sino fuera porque Crowley influyó de manera efectiva en la Logia Thule Alemana, que tuvo en el mago inglés un gran mentor. Pero a diferencia de Crowley, quién nunca ...., la Thule, citando a Ravenscroft, era conocida en varios círculos de la época como una “Sociedad de ....”.

Sin embargo, los lazos de Crowley con Alemania no se redujeron a intercambiar recetas mágicas, también hubo muestras concretas de parte de Aleister hacia los germanos, sobre todo en le período de la Primera Guerra Mundial, “ya que a instancias de un alemán residente en New York, George Silvestre Viereck, acabó dirigiendo las revistas The Fatherland y The International, sin olvidar su ya mencionada conexión con el grupo gnóstico alemán O.T.O. (Ordo Templis Orientis), encabezado por Theodore Reuss, que lo nombró a cargo de la filial británica y le encargó la escritura de un rito que Crowley bautizó La Misa Gnóstica”.

Crowley tuvo falleció en 1947. La Golden Dawn con su etapa Crowley incluía son una acabada demostración de que existían lazos de comunicación entres las Logias de Alemania e Inglaterra. Sin embargo los ocultistas alemanes no fenecieron en Ordenes Secretas, y Círculos Mágicos, su prédica, alcanzó los estratos más altos del engranaje nazi, que le permitió la entrada y le dio su venia.









Granada: La última conquista







La reconquista de Hispania fue larga y agotadora. Durante setecientos ochenta años, cristianos e islámicos litigaron por el control de una Península Ibérica arrasada por esta pugna sin parangón en el mundo conocido. Finalmente, las ofensivas bélicas de reyes como Alfonso VIII, Fernando III o Jaime I acabaron por decantar la balanza del lado cristiano…

En el siglo XV la unión de Aragón y Castilla rubricaría el último episodio en esta lucha llena de sangre y convivencia. En 1482 Granada se negaba a pagar los opresivos tributos y estallaba la guerra.

Los ejércitos de los reyes católicos superaban la frontera granadina ese mismo año, conquistando la simbólica Alhama, ciudad residencial de los reyes nazaríes. La noticia sembró el desasosiego por los 30.000 km2 que todavía se mantenían bajo el dominio mahometano.

La guerra de Granada sería larga y quedaría definida por tres fases bien diferentes. En la primera se combatiría a la usanza medieval con movimientos clásicos de caballería protagonistas de acciones puntuales que tan sólo buscaban dañar todo lo posible en razzias primaverales o veraniegas.

A partir de 1483 cambiaría el enfoque cristiano cediendo el papel principal a la infantería y, sobre todo, la artillería, armas que capitalizarían el segundo periodo de este conflicto.

Fernando II de Aragón dio pasos certeros para la creación del primer ejército moderno de Europa; ya no se guerreaba confiando en el individualismo del combatiente, sino en el esfuerzo de grandes secciones de la milicia.

En ese tiempo el ejército cristiano llegó a contar con 13.000 jinetes, 50.000 infantes y unas 2.000 piezas de artillería –básicamente lombardas y culebrinas–, que fueron fundamentales en la toma de plazas hasta entonces inexpugnables.

Con las tropas hispanas luchaban también cruzados provenientes de otros lugares europeos, así como mercenarios que buscaban en aquel conflicto una oportunidad para mejorar su situación económica.

En 1487 caía tras un cruel asedio la importante Málaga, último reducto de relevancia en el camino hacia la cada vez más aislada Granada.

En 1490 se daba inicio la tercera y definitiva fase de la guerra, cuando las tropas de Isabel y Fernando levantaban su real a pocos kilómetros de la capital nazarí.

Lo que en principio fue un inmenso campamento de madera, poco a poco se fue transformando en una ciudad de adobe dispuesta a no moverse hasta la consumación de su propósito final.

La espiritualidad de aquel ejército cristiano quiso que el emplazamiento llevara por nombre Santa Fe. Mientras tanto, la desesperación hacía presa en el campo musulmán

Desde 1482 las tropas nazaríes no solo luchaban contra el infiel, sino también entre ellas por el control dinástico de un reino abocado a la fatalidad del momento.

Muley Hacén desconfiaba de su hijo y heredero Abu Abd Allah Muhammad, conocido por la crónica como Boabdil “el Chico”. Los recelos entre padre e hijo desembocaron en un grave conflicto bélico.

El gran beneficiado de esta riña familiar fue Muhammad Ubn Said, llamado por los cristianos “el Zagal”, hermano de Muley Hacén y tío por tanto de Boabdil.

“El Zagal” estaba mejor dotado para la guerra que su sobrino, esto lo sabía Muley Hacén, quien le entregó el mando para retirarse a un confortable segundo plano.

Las tropas de Said respondieron con energía a las internadas cristianas; las de Boabdil no quisieron ser menos lanzándose a una inútil ofensiva contra Lucena que acabó en desastre y con la captura del propio Boabdil.

Éste, una vez prisionero de Fernando II aceptó negociar su libertad a cambio de las habituales promesas vasalláticas. El rey católico, conocedor de las buenas dotes militares del “Zagal”, no puso trabas a la liberación de Boabdil, consciente que la debilidad de éste le permitiría, tarde o temprano, concretar su ambicioso plan sobre la anexión total de Granada.

En efecto, en 1485 Boabdil, quien reinó con el nombre de Muhammad XI, regresó a la capital nazarí para enfrentarse a su tío, que lo hacía con el nombre de Muhammad XII.

Una vez más, las fuerzas musulmanas se dividieron para mayor alegría del bando cristiano. Tras esto no fue difícil atacar las posesiones del “Zagal”, arrebatándole su cuartel general establecido en Baza.

La derrota de éste dejaba solo a Boabdil atrincherado en Granada. No obstante, lejos de entregar la plaza a los reyes católicos optó por romper los acuerdos con éstos y resistir a ultranza en una decisión dominada por el fanatismo religioso.


El cerco de Granada

El asedio al último reducto musulmán de Occidente fue penoso para la población. La escasez de alimentos se hizo notar entre unos habitantes, numerosos e incrementados por la llegada incesante de miles de refugiados.

Granada no sólo aguantaba un asedio terrestre, sino también, un eficaz bloqueo naval que impedía el arribo de cualquier ayuda africana.

Con todo, Boabdil disponía en 1491 de unos 60.000 efectivos armados, bien es cierto que muy faltos de pertrechos y de motivación suficientes para una resistencia organizada.

Aún así, los integristas musulmanes impedían cualquier tipo de negociación con los cristianos; todo hacía ver que el último episodio de la Reconquista hispana se iba a convertir en una masacre si nadie ponía remedio.

En el otoño de ese año se cruzaron múltiples embajadas de uno y otro bando con la esperanza de encontrar solución favorable para ambos mundos.

Afortunadamente, los asesores hicieron muy bien su trabajo, y a finales de año todo estaba listo para la rendición de la ciudad.


La rendición de Boabdil


El rey Fernando, con el apoyo de la reina Isabel, ofreció condiciones generosas a Boabdil. En ellas se reflejaba el respeto a la población musulmana en cuanto a su forma de gobierno, práctica religiosa y derecho a la propiedad privada.

Esta oferta gustó a las principales familias granadinas, quienes animaron al atribulado Boabdil a una capitulación sin más contemplaciones.

El último rey nazarí era consciente que esta decisión no gustaría a los miles de fanáticos que pedían a gritos morir en Granada defendiendo el Islam.

Sin embargo eligió evitar la hecatombe salvando de ese modo muchas vidas. También en la decisión tuvo cierto peso la promesa que le habían efectuado los Reyes Católicos sobre respetar su vida y la de sus seguidores ofreciéndole un rico territorio en las Alpujarras.

El 2 de enero de 1492 Boabdil “el Chico” salió de Granada con una pequeña escolta dirigiéndose al campamento de Santa Fe; allí le esperaban los Católicos rodeados por nobles, sacerdotes y soldados.

Boabdil ofreció las llaves de su querida ciudad con un gesto de sumisión que el rey Fernando respetuosamente no aceptó, demostrando generosidad con el vencido al que trataba como igual. El rey cogió las llaves y se las entregó a la reina Isabel.

De ese modo el reino de Granada pasaba a formar parte de la corona de Castilla. De inmediato se enviaron tropas para tomar posiciones en el conjunto palaciego de la Alhambra.

Las unidades castellanas entraron en la ciudad y disciplinadamente se fueron instalando en aquel recinto lleno de esplendor. En una emocionada ceremonia fueron izados los estandartes y el pendón de Castilla en la torre más alta de la Alhambra.

Desde esa impresionante Torre de la Vela se dominaba toda Granada; la visión de los emblemas castellanos y la cruz cristiana dejó sorprendidos a los miles de granadinos que permanecían ignorantes a las capitulaciones aceptadas por su rey.

Muchos lloraron amargamente, entre ellos el propio monarca que, alejándose de su ciudad acertó a suspirar con una última mirada. Su orgullosa madre Aixa le recriminó diciéndole: “llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre”.
Ese fue el capítulo final de la gloriosa Al Andalus y las primeras líneas de España, nación que entraba con fuerza en la Edad Moderna convirtiéndose, gracias al descubrimiento de América ése mismo año, en el imperio más poderoso del mundo.


 

Fuente:  Proyectopv

La invasión musulmana.







Algunos historiadores cuestionan la versión oficial según la cual el Islam se implantó violentamente en la península, después de una invasión árabe, en el año 711. Argumentan que el Islam ni se impuso ni era ajeno a los hispanos, que lo abrazaron libre y mayoritariamente. En su opinión, la imposición musulmana no fue tal. Se trató de una "conspiración" promovida por la Iglesia con objeto de encubrir su derrota ante los cristianos unitarios, seguidores del arrianismo que predicó Prisciliano.

¿Ocurrió la historia tal y como nos la han contado? ¿Es posible que, en el siglo VIII de nuestra era, un ejército musulmán cruzara el estrecho de Gibraltar, derrotara a las tropas visigodas y avanzara victorioso hasta el punto de llegar a someter a casi todo el territorio peninsular? ¿Un puñado de bereberes pudo someter a 20 millones de hispanos durante varios siglos? En contra de esta hipótesis tenemos el hecho de que los documentos de la época no contienen referencias a aquella terrible invasión que, de ser cierta, habría supuesto para los peninsulares todos los males imaginables. Las primeras noticias no aparecen hasta las crónicas latinas y musulmanas del siglo IX, a seis generaciones (ciento cincuenta años) de los hechos que se relatan, cuando el Islam estaba ya firmemente arraigado en la península.


Algunos investigadores, tras comprobar que los musulmanes atribuían a sus correligionarios victorias imposibles y que los cristianos omitían consignar cualquier aspecto de lo que estaba sucediendo en su suelo, concluyen que el mito ha pervivido, contra toda lógica, porque ha interesado mantenerlo. Entre los musulmanes, porque les proporcionaba una pátina de gloria; entre los cristianos ortodoxos, porque encubría ante su propio pueblo lo que en realidad fue un fracaso social y religioso.

La guerra civil que estalló en la Península Ibérica a principios del siglo VIII, explicada como conflicto político y disfrazada más tarde como invasión de una potencia extranjera, tuvo su auténtico origen en unos hechos que se remontan a cuatro siglos antes, al enfrentamiento producido entre dos corrientes cristianas: los unitarios o arrianos, que negaban que el Hijo fuera igual al Padre -según esta premisa, Jesús no era Dios- y los trinitarios, adheridos al dogma predicado por san Pablo, que mantenían que hay tres personas distintas -Padre, Hijo y Espíritu santo- en un solo Dios verdadero.

Por tanto, para aproximarnos a una de las verdades de lo que sucedió realmente en el año 711, cuando un contingente de guerreros del norte de África, entre los que predominan los bereberes, cruzan el estrecho de Gibraltar, derrota a las tropas visigodas lideradas por Don Rodrigo y se establece en la Península Ibérica, tendremos que remontarnos al siglo IV.

 
Un poco de historia

En el año 325, el emperador Constantino acababa de convocar un concilio en Nicea para zanjar las disputas teológicas que estaban perjudicando al imperio. Fue una fecha crucial, porque el dogma de la Trinidad se impuso y se incluyó en la religión oficial, mientras que se reafirmaba la excomunión del obispo alejandrino Arrio, que murió en el año 336, el día anterior al fijado por el emperador para obligarle a reconciliarse con la Iglesia. Un siglo después, su mensaje obtuvo un eco imprevisible.

Las ideas que Arrio había predicado en Oriente fueron propagadas por Prisciliano en la Península Ibérica y en el sur de la Galia. Este controvertido personaje nació en el seno de una familia senatorial en el año 340 -se cree que en Galicia- y comenzó su predicación hacia el 370. Era un hombre culto, ascético, vegetariano y que no hacía distinción entre hombres y mujeres en cuestión de nombramientos relacionados con el culto, unos principios que retomarán siglos después los cátaros.

Los libros de Arrio fueron quemados y apenas quedan obras de Prisciliano. De los signos externos y sacramentos del arrianismo sólo se sabe, por referencias de sus enemigos, el empleo de alguna forma de tonsura y que el bautizo se realizaba mediante tres inmersiones, quizá en correspondencia con la trilogía "cuerpo, alma y espíritu" o "cuerpo físico, astral y mental". Prisciliano tuvo que soportar durante toda su vida pública el acoso teológico y personal de los obispos trinitarios, temerosos de su creciente influencia entre el clero y la población. El último acto de esta historia tuvo lugar en el año 385 en la ciudad de Tréveris, donde el emperador Máximo le hizo acudir para que se defendiera de la acusación de hechicería lanzada por sus adversarios. Hubo un juicio, viciado por intereses clericales e imperiales, y una condena: a Prisciliano le cortaron la cabeza. Fue el primer hereje que sufrió pena de muerte. Curiosamente, el propio emperador Máximo fue ejecutado tres años después por orden de Teodosio.

Unamuno sugiere que quien está enterrado en Compostela no es el Apóstol Santiago, sino Prisciliano, lo cual daría idea de la extensión e importancia que alcanzaron sus doctrinas. Lo cierto es que su ejecución afianzaría el arrianismo en el país. Por otra parte, hacia el año 460 tomó el poder en la península el monarca godo Eurico, quien se convirtió a la fe arriana y truncó así las ambiciones de los que no habían dudado en matar a Prisciliano con tal de acabar con sus ideas.

En el año 587, el rey godo Recaredo se alió con los trinitarios por conveniencias políticas y, en nombre propio y en el de todo su pueblo, abjuró del arrianismo que habían practicado los anteriores monarcas godos. Se prohibió el culto arriano y se iniciaron brutales persecuciones contra sus seguidores y también contra los judíos, quienes hasta entonces habían practicado su religión libremente. Los arrianos de la península y del sur de Francia se sublevaron y tuvieron que soportar durante el siglo siguiente robos, violaciones, asesinatos y reducción a la esclavitud, perpetrados por elementos de la oligarquía goda y el propio clero.

La tensión se rebajó cuando el rey godo Vitiza subió al trono en el año 702 y comenzó a deshacer los entuertos de sus antecesores: declaró una amnistía contra los perseguidos y les restituyó sus bienes; detuvo las medidas hostiles contra los judíos y convocó el XVIII concilio de Toledo, cuyas actas, sospechosamente, se han perdido. El grueso de los historiadores opina que fueron destruidas porque eran contrarias al Cristianismo ortodoxo romano. A la muerte de Vitiza, en torno al año 709, todo cambió. La nobleza y los obispos impidieron que su hijo Achila, que era menor de edad, ocupara el trono, y eligieron en su lugar al que la historia ha conocido como Don Rodrigo, un jefe militar afín a sus intereses. Estalló entonces una guerra civil entre los partidarios de éste, probablemente seguidores del Cristianismo establecido, y quienes apoyaban a los sucesores de Vitiza, más comprometidos con las creencias unitarias o arrianas, que veían en Don Rodrigo a un usurpador del trono visigodo.

Al mando de la Bética estaba Rechesindo, el antiguo tutor del hijo de Vitiza. Rodrigo lo mató en una escaramuza y entró en Sevilla sin oposición. Entonces, los partidarios de la estirpe de Vitiza, los debilitados unitarios, pidieron ayuda a su correligionario Taric, gobernador de la provincia visigótica de Tingitana (la actual Tánger), en el norte de Marruecos, que había sido nombrado por Vitiza y con cuyo reinado mantenía estrechas relaciones comerciales. Taric era, probablemente, de raza goda, como apunta la sílaba "ic" hijo en lengua germánica. Uno de sus jefes militares era Yulian, de origen romano, a quien la leyenda de la invasión convirtió en el traidor conde Don Julián. Taric cruzó el estrecho con guerreros de diversas etnias, integrados en la causa unitaria, entre los que abundaban los bereberes. La presencia de estas tropas no provocó una especial reacción entre la población autóctona, ya que la petición de auxilio a fuerzas extranjeras era una práctica muy corriente en Hispania. Los judíos, que habían sido ferozmente perseguidos por los monarcas godos después de que éstos abandonaran la fe arriana, acogieron favorablemente a los recién llegados.

Los expertos subrayan que sólo un estado puede organizar una invasión militar. Y no existía entonces un imperio arábigo, sino tribus y pequeños caudillos frecuentemente enfrentados entre sí y carentes de gobierno, administración y ejército.

Según el historiador Ignacio Olagüe, "en las crónicas latinas y bereberes aparecen los godos como un grupo aparte que guerreaba contra un enemigo que no era español, ni cristiano, ni hereje, sino anónimo; es decir sarraceno". Lo que no podía decir, o lo ignoraba el cronista, era que los godos luchaban contra la masa del pueblo, contraria a la oligarquía dominante".

Suponiendo que la batalla de Guadalete no hubiera sido una ficción, el número de fuerzas que intervino tuvo que ser más modesto de lo que se ha contado, y bastante menor la trascendencia militar que se le atribuye. Se dice que Rodrigo murió en la batalla, pero es más probable que fuera expulsado de Andalucía y buscara refugio en Lusitania, donde pudo haber fundado su propio reino, ya que existía en Viseu una sepultura con la inscripción "Aquí yace Roderico, rey de los godos", que todavía se conservaba en el siglo XVIII en la iglesia de San Miguel de Fetal, según señala el abate Antonio Calvalho da Costa en su Corografía portuguesa.

Entre los hechos increíbles que relatan diferentes textos, encontramos en la crónica bereber Ajbar Machmua un relato curioso. El caudillo árabe Muza, envidioso del éxito obtenido por su lugarteniente Taric en la batalla de Guadalete frente a Rodrigo, embarca a su vez hacia la península con 18.000 guerreros y se enfrenta con Taric por la posesión de una mesa que habría sido de Salomón y que estaba entre el tesoro real godo en Toledo. Como ninguno cedía en sus pretensiones, fueron a Damasco para que el Califa Solimán se pronunciara a favor de uno u otro. Lo que no sabemos es cuál de los dos se hizo con el preciado objeto, pero el caso es que ninguno de ellos volvió a la península, donde dejaron abandonados a sus 25.000 hombres entre una población hispana calculada en unos 20 millones. Lo que sí vuelve a aparecer en otros documentos es la referencia a la mágica mesa, que contendría el secreto del nombre de Dios.

Dos cronistas árabes se refieren a ella. Al-Macin escribe que en el año 93 de la Héjira, Taric conquistó Andalucía y el reino de Toledo y le llevó a Walidi, hijo de Abd el- Malek, la mesa de Salomón, hijo de David, compuesta por una mezcla de oro y de plata con tres cenefas de perlas". Su colega, Al-Makkara, le contradice: "La famosa mesa que Taric encontró en Toledo, aunque atribuida a salomón, no perteneció jamás a este profeta".

Y debe tener razón, porque esta mesa dice la Biblia que estaba hecha de madera de acacia y cubierta de oro puro, sin plata ni perlas.

La polémica se remonta al año 70 de nuestra era, cuando el emperador Tito destruyó el templo de Jerusalén y trasladó a Roma sus tesoros. La mesa de salomón fue depositada primero en el templo de Júpiter capitolino y luego en el palacio de los césares. Los godos, a su vez saquearon Roma en el año 410 y se llevaron las sagradas reliquias judías a Carcasona. En el siglo siguiente, Teodorico el Grande, rey de los godos de Italia y garante de la regencia de Amalarico, salvó a Carcasona del ataque de los francos y decidió guardar el tesoro en la ciudad de Rávena, que ofrecía mayor seguridad. Cuando los godos recuperaron el control de la región, Amalarico, ya rey, reclamó su devolución. Se ignora si fue obedecido.

Este relato que nos hace el historiador Procopio constituye la última noticia que se tiene del tesoro del templo de Jerusalén. No lo encontraron los francos en Narbona, ni los árabes al conquistar Carcasona, ya que un botín de tal valor simbólico se habría reflejado en sus crónicas, que incluyen cuidadosos recuentos de las piezas obtenidas.

Pero, regresando de nuevo al siglo IX, veremos que los musulmanes llevaban 140 años en la península, tenían desde hacía un siglo la capital del reino en Córdoba, la más importante y refinada ciudad de Occidente por entonces, con un millón de habitantes, y es evidente que no habían forzado la conversión masiva de indefensos cristianos, ni siquiera hacían proselitismo de su fe ni alardes de su culto. ¿Qué fe seguían entonces los andaluces? LO más probable es que se tratara del arrianismo tradicional, en discreta evolución hacia el islamismo, que la mayoría de la población acabaría abrazando, igual que adoptó paulatinamente la lengua árabe en sustitución del latín. No hubo imposición, sino una lenta seducción. Y no se trataba de una fe extranjera. Asín Palacios y otros arabistas mantienen que el islamismo es una suma de creencias o sincretismo, que tiene en su base lo arriano y lo judaico. Se comprende el respeto de los musulmanes hacia las "gentes del Libro", con las que comparten lo esencial: el sometimiento a un solo Dios con el que pueden comunicarse directamente y desde cualquier lugar.

Incluso los investigadores que respaldan la teoría de la invasión juzgan extraño que un puñado de árabes pudieran influir tan profunda e inmediatamente en 20 millones de hispanos. El historiador Olagüe sintetiza su perplejidad en tono irónico: "Tuvo entonces lugar una mutación formidable, como se produce en el teatro un cambio de decoración. España, que era latina, se convierte en árabe; siendo cristiana, adopta el Islam; de practicar la monogamia, se transforma en polígama, sin protesta de las mujeres. Como si hubiera repetido el Espíritu Santo el acto de Pentecostés, despiertan un buen día los españoles hablando la lengua del Hedjaz (árabe). Llevan otros trajes, gozan de otras costumbres, manejan otras armas. Los invasores eran 25.000. ¿Qué había sido de los españoles?"

Se ha querido transmitir la idea de que España era poco menos que un erial artístico e intelectual hasta que la fecundó el Islam. Sin embargo, el historiador Bonilla san Martín apunta que "el movimiento priscilianista, los trabajos de los concilios de Toledo, las producciones de los escritores, atestiguan en la España de los siglos IV y V una cultura excepcional. La invasión goda, lejos de sofocar este progreso, lo acrecentó y estimuló notablemente". De hecho, los estudiosos mantienen que el arte arábigo fue una prolongación del ibero y del visigótico.

El árabe no empieza a generalizarse por escrito en España hasta la segunda mitad del siglo IX. Es entonces cuando florecen las ciencias, la filosofía y la poesía. La rica lengua árabe es el instrumento; el genio lo aportan aquellos que vivían ya en Al-Andalus y los que llegaron como invitados, tanto del mundo islámico como del cristiano, sin distinción de etnias. No obstante, innovaciones arquitectónicas como el arco de herradura no son una aportación arábiga; éste existía en Occidente y puede verse en varias construcciones de España y Francia anteriores al Islam. Tampoco parece obra suya la mezquita de Córdoba, ni nació mezquita. Ese templo, bosque de columnas, es incompatible con el culto musulmán y con el cristiano, ya que ambos exigen espacios diáfanos para seguir al oficiante.

En suma, demasiadas incógnitas a la hora de analizar un periodo que fue trascendental para la posterior evolución de la sociedad española y que la historiografía oficial ha catalogado, de forma excesivamente parcial y simplista, como un invasión y una conquista, pero como decía Ortega y Gasset "Una reconquista de seis siglos no es una reconquista".
Lo más probable es que nunca existiera una invasión violenta sino una revolución interna de los pobladores de la Hispania que se dejaron seducir por la magia de lo nuevo y mejor.
Fuente: Proyectovp  

domingo, 23 de febrero de 2014

HIPIAS MENOR - PLATÓN









HIPIAS MENOR

INTRODUCCIÓN

Aunque el estilo de Platón es evidente en todo el diálogo, no cabe duda
de que la estructura, el planteamiento y la argumentación siguen el esquema
socrático. No obstante, en ningún otro diálogo la discusión ha
sido llevada al absurdo hasta el punto que lo ha sido aquí. Quizá la poca
apreciación que Platón sentía por Hipias le indujera a mostrar la debilidad
con que el sofista podía abordar una discusión razonada. Aun así,
no deja de ser un problema el desvío de la lógica con el que procede el
desarrollo del diálogo.

Parece evidente que Hipias gozaba de consideración entre sus contemporáneos.
Las mismas referencias platónicas que le suelen poner en ridículo
por su vanidad dejan ver, sin embargo, la imagen de un hombre
altamente interesado en adquirir conocimientos y esforzándose en ello.
Lo que sin duda no poseía, como vemos también en otras ocasiones, era
una escala de valores a la que sujetarse para la adquisición de estos conocimientos.
El diálogo se abre, sin fijar en qué lugar concreto se produce y sin ninguna
orientación de tipo temporal, tras una conferencia (llamémoslo
así) que acaba de pronunciar Hipias. Ha hablado acerca de Homero. Al
terminar, el público se ha ido ausentando y quedan rezagados unos pocos,
a los que naturalmente se les supone más interesados en el tema.
Invitado Sócrates por Éudico, el discípulo ateniense de Hipias, a hacerle
preguntas a éste, da principio el diálogo. Pero, antes de entrar en
materia, el sofista da muestra de su vanidad, asunto sobre el que se va a
insistir posteriormente con frecuencia hasta llegar a las manifestaciones
de omnisa piencia y autosuficiencia de 368b-c.

La discusión se centra en saber a quién ha hecho mejor Homero, a
Aquiles o a Odiseo. Pero como no se distingue entre «mejor», en sentido
moral, de otras acepciones de la palabra «mejor», la discusión se
extrema en una falta de lógica que Hipias no llega a captar. El diálogo
termina sin haber encontrado una salida adecuada. Sin embargo, sí que
hay una dura crítica al modo de saber del sofista. Es incapaz de encontrar
una solución a un problema aparentemente sencillo. Sócrates dice
que tampoco él puede admitir la conclusión a la que han abocado los
razonamientos, que él unas veces se inclina a una parte y otras, a otra.
Pero es natural, dice, que así le suceda a él o a cualquier hombre inexperto.
Lo grave es que los sabios vacilen igualmente y no encuentren
solución. Todo este tipo de diálogos en que se busca una definición sin
alcanzar un fin envuelven, en el fondo, la misma crítica a la incapacidad
de la sofistica para desvelar y definir un concepto en un tema dado,
aunque en este caso se añade también el problema del intelectualismo
ético de Sócrates.

Es frecuente, en los diálogos platónicos en que aparecen sofistas destacados,
caracterizar a éstos por su actividad más determinante y, en ocasiones
y aislada mente, por la imitación de su estilo. En el Hipias Menor
esta ambientación es doble, puesto que el diálogo desarrolla, en
principio, un tema preferido por Hipias y, además, se produce precisamente
a consecuencia de que él acaba de tratar públicamente sobre el
carácter de algunos personajes homéricos. La actividad de Hipias en los
más diferentes campos del saber, consecuencia de su connatural inclinación
a saber de todo antes que a conocer algo bien, no debe oscurecer
la realidad de que, con el estudio de los personajes literarios, comenzaba
una actividad intelectual nueva cuyo encauzamiento por vías más
seguras tardaría poco en llegar. En ellas estaban en germen los comienzos
de la historia de la literatura. No es Hipias el único sofista que se ha
ocupado de estos temas, pero quizá lo ha hecho con mayor insistencia.

Si el diálogo se presenta como un deseo de Sócrates de aclarar algunos
puntos que dice no haber comprendido bien durante la exposición de
Hipias, lo cierto es que esto sólo es un pretexto para llevar la discusión
a un campo muy distinto del de las ingenuas manifestaciones que el sofista
hubiera podido expresar. Una afirmación de Hipias admitida por
todo el mundo es negada por Sócrates, primero en el mismo campo en
el que Hipias trataba estos temas, es decir, aportando un texto del que
se pueda inferir lo contrario. Pero a continuación se entra en una discusión
que ya nada tiene que ver con textos ni personajes literarios. Tras
una serie de razonamientos queda sentado que aquel que técnicamente
es capaz de hacer bien una cosa es, sin duda, el más capacitado para
hacerla mal, pues sólo él, si quiere hacerla mal, la hará mal sin error, a
diferencia del inexperto que por casualidad podría hacerla bien alguna
vez. Extrapolando este razonamiento al ámbito moral se llegará a decir,
en 376b, que «...es propio del hombre bueno cometer injusticia voluntariamente
y del malo, hacerlo invoIuntariamente». Aunque, como ya se
ha dicho, tampoco Sócrates admite esta conclusión, no lo admite más
que por intuición, ya que los razonamientos, único apoyo de Sócrates
en la búsqueda de la verdad, le han llevado a esa conclusión. Ésa es la
aporía del diálogo: lo que los razonamientos han demostrado no lo puede
admitir una consideración objetiva de puro sentido común. Platón se
debate aquí todavía en los problemas del pensamiento socrático. Se
mezclan los ámbitos del conocimiento y la moral y prevalece el espíritu
dialéctico

NOTA SOBRE EL TEXTO
La traducción se ha llevado a cabo sobre el texto de BURNET, Platonis
Opera, vol. III, 1903 (reimpresión, 1974).

HIPIAS MENOR
ÉUDICO, SÓCRATES, HIPIAS

ÉUDICO. - Tú, Sócrates, ¿por qué guardas silencio tras esta exposición
de Hipias que ha tratado de tantas cosas, y no te unes a nuestra
alabanza de lo tratado o refutas algo, si crees que no ha sido bien dicho?
Sobre todo, cuando nos hemos quedado solos los que pretendemos
especialmente interesarnos en emplear nuestro tiempo en la filosofía.
SÓCRATES. -Ciertamente, Éudico, hay algunos puntos, de los que
ahora Hipias ha hablado acerca de Homero, sobre los que yo le preguntaría.
En efecto, yo he oído decir a tu padre, Apemanto, que la Ilíada
era un poema de Homero más bello que la Odisea, tanto más bello,
cuanto mejor era Aquiles que Odiseo. Decía, en efecto, que los dos
poemas habían sido compuestos, el uno en honor de Odiseo, el otro en
honor de Aquiles. Sobre este tema, si Hipias está dispuesto a ello, me
gustaría preguntarle qué piensa él de estos dos hombres, cuál de los dos
dice que es mejor, ya que nos ha expuesto otras muchas ideas de todo
tipo sobre los poetas y en especial sobre Homero.
ÉUD. -Es evidente que Hipias no rehusará responderte, si le preguntas
algo. ¿No es cierto, Hipias, que si Sócrates te hace alguna pregunta,
tú le responderás? ¿O qué harás?
HIPIAS. -Ciertamente, Éudico, obraría yo de modo inconsecuente,
si, yendo siempre desde Élide, mi lugar de residencia, a Olimpia, a la
fiesta solemne de los griegos, cuando se celebran las Olimpíadas, allí
en el santuario me ofrezco a ampliar, cuando alguien lo quiere, lo que
he preparado para mi exposición y a contestar a lo que cualquiera desee
pregunta me, y ahora evitara las preguntas de Sócrates.
Sóc. -Gozas de una situación feliz, Hipias, si en cada Olimpiada
entras en el santuario tan lleno de confianza en la disposición de tu espíritu
para la sabiduría. Me causaría extrañeza que alguno de los atletas
de ejercicios corporales entrara allí para luchar tan confiado y seguro en
su cuerpo como tú aseguras que lo estás en tu mente.
Hip. - Es natural, Sócrates, que tenga esta confianza. En efecto,
desde que he empezado a concurrir a Olimpia, nunca he encontrado a
nadie superior a mí en nada.
Sóc. -Dices bien Hipias. Tu fama es una ofrenda de sabiduría para
la ciudad de los eleos y para tus padres. Pero, por otra parte„ ¿qué nos
dices de Aquiles y de Odiseo? ¿Quién de los dos dices que es mejor y
por qué? Cuando estábamos ahí dentro muchos y tú estabas haciendo tu
exposición, perdí un poco tus palabras. No me atreví a preguntar porque
había mucha gente y para no interrumpir tu discurso preguntando.
Ahora, puesto que somos unos pocos y me invita Éudico a preguntarte,
dinos y explícanos con claridad qué decías acerca de estos dos hombres.
¿Cómo los juzgas?
Hip. -Bueno, Sócrates, quiero exponer aún con más claridad que
antes lo que yo digo acerca de éstos y de otros. En efecto, afirmo que
Homero ha hecho a Aquiles el más valiente de los que fueron a Troya,
a Néstor el más sabio, y a Odiseo el más astuto.
Sóc. -¡Vaya, Hipias! ¿Podrías, por favor, no reírte de mí, si comprendo
con dificultad lo que dices y te pregunto repetidamente? Intenta
contestarme afable y complacientemente.
Hip. -Sería vergonzoso, Sócrates, que yo enseñe estas mismas cosas
a otros y estime justo recibir dinero por ello, y ahora, al ser preguntado
por ti, no tuviera consideración y no contestara tranquilamente.
Sóc. -Muy bien. En efecto, yo, cuando decías que Homero había
hecho a Aquiles el más valiente, me parecía que entendía lo que decías,
y también que había hecho a Néstor el más sabio. Pero, cuando dijiste
que el poeta había hecho a Odiseo el más astuto, para decirte la verdad,
no supe en absoluto qué querías decir. Por si partiendo de aquí lo entiendo
mejor, dime. ¿No ha hecho Homero a Aquiles astuto?
Hip. - En absoluto, Sócrates, sino el más simple y veraz. Porque en
las Súplicas, cuando hace que hablen entre ellos, dice Aquiles a Odiseo:
«Laertíada descendiente de Zeus, Odiseo rico en recursos, es preciso
decir las palabras directamente como yo las llevaré a cabo y como
pienso que se cumplirán. Es mi enemigo, como las puertas del Hades,
el que oculta en la mente una cosa y dice otra. Pero yo voy a hablar tal
como seré realizado.»
En estas palabras muestra el modo de ser de cada uno de ellos, cómo
Aquiles es veraz y simple, y Odiseo es astuto y mentiroso. Hace, en
efecto, que Aquiles dirija estas palabras a Odiseo.
Sóc. -Ahora ya, Hipias, es probable que entienda lo que dices. Según
parece, llamas al astuto mentiroso.
Hip. -Exactamente, Sócrates; pues de esta condición ha hecho Homero
a Odiseo en muchas partes de la Ilíada y de la Odisea.
Sóc. -Luego, según parece, para Homero una cosa era el hombre veraz,
y otra distinta, pero no la misma, el hombre mentiroso.
Hip. -¿Cómo no va a ser así, Sócrates?
Sóc. - ¿Piensas tú lo mismo, Hipias?
Hip. -Sin ninguna duda. Sería extraño que no lo pensara.
Sóc. -Pues bien, dejemos a Homero, puesto que es imposible preguntarle
qué pensaba al escribir estos versos. Pero tú, puesto que parece
que aceptas su causa y que estás de acuerdo con lo que afirmas que Homero
dice, contesta conjuntamente en nombre de Homero y en el tuyo.
Hip. -Así será, pero pregunta con brevedad lo que quieras.
Sóc. -¿Dices que los mentirosos son incapaces de hacer algo, como
los enfermos, o bien que son capaces?
Hip. -Capaces, afirmo, y en gran medida, para muchas cosas y especialmente
para engañar a los hombres.
Sóc. - Según parece, los astutos con arreglo a tus palabras, son capaces.
¿Es así?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿Los astutos son engañadores por simplicidad e insensatez, o
bien por malicia e inteligencia?
Hip. -Por malicia especialmente y por inteligencia.
Sóc. -Luego son inteligentes, según parece.
Hip. - Sí, por Zeus, y mucho.
Sóc. -¿Siendo inteligentes, no saben lo que hacen, o sí lo saben?
Hip. -Lo saben muy bien; por eso obran mal.
Sóc. -Si saben lo que saben, ¿son ignorantes o conocedores?
Hip. - Conocedores, en efecto, al menos respecto a eso, a engañar.
Sóc. -Veamos, pues. Recapitulemos lo que dices. ¿Afirmas que los
mentirosos son capaces, inteligentes, conocedores y hábiles para aquello
para lo que son mentirosos?
Hip. - Lo afirmo, ciertamente.
Sóc. -¿Los veraces y los mentirosos son individuos distintos, incluso
muy contrarios unos a otros?
Hip. -Eso digo.
Sóc. -Veamos; resulta que, según tus palabras, los mentirosos son
personas capaces y hábiles.
Hip. - Sin duda.
Sóc. -Cuando dices que los mentirosos son capaces y hábiles, ¿acaso
dices que son capaces, si quieren, de engañar en aquello en lo que
engañan, o bien que no son capaces?
Hip. -Que son capaces.
Sóc. -Para decirlo sumariamente; los mentirosos son los capaces y
hábiles para mentir.
Hip. -Sí.
Sóc. -Luego un hombre sin capacidad para mentir e ignorante no
podría ser mentiroso.
Hip. -Así es.
Sóc. -Así pues, es capaz el que hace lo que quiere cuando quiere; no
hablo de los impedidos por enfermedad o causas semejantes. Tú eres
capaz de escribir mi nombre cuando quieras; estas situaciones son las
que yo digo. ¿No llamas tú capaz al que es así?
Hip. - Sí.
Sóc. -Dime, Hipias: ¿no eres tú experto en cuentas y en cálculo?
Hip. -Más que nadie, Sócrates.
Sóc. -¿No es cierto que, si alguien te preguntara qué cifra dan setecientos
por tres, tú podrías, si quisieras, decir la verdad sobre esto con
rapidez y exactitud?
Hip. - Ciertamente.
Sóc. - ¿Acaso porque eres el más capaz y el más hábil en esto?
Hip. - Sí.
Sóc. -¿Acaso eres el más hábil y el más capaz solamente, o también,
el mejor, en lo que eres el más capaz y el más hábil, en el cálculo?
Hip. -También el mejor, Sócrates.
Sóc. -Tú podrías decir la verdad sobre esto con la mayor capacidad.
¿No es así?
Hip. -Así lo pienso.
Sóc. -¿Y la mentira acerca de estas mismas cosas? Respóndeme,
Hipias, honrada y generosamente, como hasta ahora. Si alguien te pregunta
cuánto dan setecientos por tres, ¿serías tú el que mintiera con más
precisión y mantuviera la mentira sobre este punto, si quisieras mentir y
no responder nunca la verdad, o bien sería el ignorante en cuentas el
que si lo quisiera, podría mentir mejor que tú? ¿No es más cierto que el
ignorante, aun queriendo decir la mentira, muchas veces diría, por azar,
la verdad involuntariamente, a causa de no saber, y que tú, en cambio,
que eres sabio, si quisieras mentir, mentirías siempre del mismo modo?
Hip. -Así es, como tú dices.
Sóc.-¿El mentiroso es mentiroso respecto a las otras cosas, pero no
respecto al número, y no podría decir mentira al calcular?
Hip. -También, por Zeus, respecto al número.
Sóc. -Por tanto, pongamos este supuesto, Hipias, que un hombre
puede ser mentiroso respecto al cálculo y al número.
Hip. -Sí.
Sóc. -¿Quién sería este hombre? ¿No es necesario que él tenga la
condición de ser capaz de mentir, si va a ser mentiroso, según tú convenías
hace un momento? Pues, si te acuerdas, dijiste que el incapaz de
mentir no podría nunca ser mentiroso.
Hip. -Sí me acuerdo y así se dijo.
Séc. -¿No es cierto que hace un momento te has manifestado como
el más capaz de mentir respecto a cuentas?
Hip. -Sí, también se dijo eso.
Sóc. -¿No eres tú también el más capaz de decir la verdad respecto
a cuentas?
Hip. -Ciertamente.
Sóc. -¿Luego un mismo hombre es capaz de decir la mentira y la
verdad respecto a cuentas? Éste es el apto con respecto a ello, es el experto
en cálculo.
Hip. -Si.
Sóc. -Respecto a cuentas, Hipias, ¿quién será mentiroso sino el apto?
En efecto, éste es también capaz; éste es también veraz.
Hip. -Así parece.
Sóc. -¿Ves que, respecto a esto, la misma persona es mentirosa y
veraz y que no es mejor el veraz que el mentiroso? En efecto, son la
misma persona y no son totalmente contrarios, como tú creías ahora
mismo.
Hip. -No lo parecen, partiendo de eso.
Sóc. -¿Quieres, entonces, que lo examinemos en otro caso?
Hip. -Si es tu deseo.
Sóc. -¿Es cierto que tú también eres experto en geometría?
HIp. -Ciertamente.
Sóc. -Bien. ¿No es también así en geometría? Un mismo individuo,
el geómetra, es el más capaz de mentir y de decir la verdad respecto a
las figuras.
Hip. - Sí.
Sóc. -¿Respecto a este objeto es éste el experto o lo es algún otro?
Hip. - Ningún otro.
Sóc. -¿No es cierto que el geómetra experto y sabio es el más capaz
para estas dos cosas y que, si alguien puede engañar con respecto a las
figuras, es éste, el experto? En efecto, éste es capaz, y el mal geómetra
es incapaz de engañar. Por consiguiente, no puede ser mentiroso el que
no es capaz de mentir, según hemos acordado.
Hip. -Así es.
Sóc. -Examinemos aún un tercer caso, el del astrónomo, en cuya
ciencia tú crees que eres más entendido aún que en las anteriores. ¿Es
así, Hipias?
Hip. - Sí.
Sóc. - ¿Acaso no es lo mismo en astronomía?
Hip. - Es probable, Sócrates.
Sóc. -Luego también en astronomía, si alguien es mentiroso, el buen
astrónomo lo será más; él es capaz de mentir; no el incapaz, pues es ignorante.
Hip. -Así parece.
Sóc. -Por tanto, también en astronomía la misma persona es mentirosa
y veraz.
Hip. -Parece que sí.
Sóc. -Ea, Hipias, examina libremente de esta manera todas las ciencias
y mira si alguna es de otro modo. Tú eres con mucho el hombre
más sabio en la mayor parte de ellas, según te oí yo ufanarte una vez en
el ágora, en las mesas de los cambistas, cuando exponías tu envidiable
y gran sabiduría. Decías que en cierta ocasión te presentaste en Olimpia
y que era obra tuya todo lo que llevabas sobre tu cuerpo. En primer lugar,
que el anillo -por ahí empezaste- era obra tuya porque sabías cincelar
anillos; que también el sello era obra tuya, y asimismo el cepillo
y el recipiente del aceite que tú mismo habías hecho, después decías
que el calzado que llevabas lo habías elaborado tú mismo y que habías
tejido tu manto y tu túnica. Lo que les pareció a todos más asombroso y
muestra de tu mucha habilidad fue el que dijeras que habías trenzado tú
mismo el cinturón de la túnica que llevabas, que era igual a los más lujosos
de Persia. Además de esto, llevabas poemas, epopeyas, tragedias
y ditirain bos; y en prosa habías escrito muchos discursos de las más
variadas materias. Respecto a las ciencias de que yo hablaba antes, te
presentabas superando a todos, y también, respecto a ritmos, armonías
y propiedades de las letras, y a otras muchas cosas además de éstas, según
creo recordar. Por cierto, se me olvidaba la mnemotecnia, invención
tuya, según parece, en la que tú piensas que eres el más brillante.
Creo que se me olvidan otras muchas cosas. Pero, como digo, poniendo
la mirada en las ciencias que tú posees -muy numerosas- y en las de
otros, dime si, de acuerdo con lo convenido por ti y por mí, encuentras
alguna en la que el que dice la verdad y el que miente sean dos personas
distintas y no la misma persona. Examina esto en la clase de sabiduría
que tú quieras o de destreza o como te guste llamarlo; no la encontrarás,
amigo, porque no la hay. Con todo, dila tú.
Hip. -No puedo, Sócrates, al menos por ahora.
Sóc. -Ni podrás, según creo. Si yo digo la verdad, ¿tienes presente
lo que resulta del razonamiento, Hipias?
Hip. -No tengo muy en la mente lo que dices, Sócrates.
Sóc. -Porque quizá ahora no utilizas la mnemotecnia; sin duda, no
lo crees necesario. Yo te lo recordaré. ¿Sabes que tú decías que Aquiles
era veraz y Odiseo, mentiroso y astuto?
Hip. - Sí.
Sóc. -Te das cuenta de que ahora han resultado ser la misma persona
el mentiroso y el veraz, de manera que si Odiseo era mentiroso, venía
a ser también veraz; que si Aquíles era veraz, también era mentiroso,
y que no son diferentes ni contrarios estos hombres, sino semejantes?
Hip. -Sócrates, tú siempre trenzas razonamientos de este tipo; tomas
separadamente lo más capcioso de la argumentación, te aferras a ello,
tratas el asunto en pedazos y no discutes en su totalidad el tema del razonamiento.
Pues, ahora, si tú quieres, yo te demostraré con muchos
testimonios y con razonamiento apropiado que Homero ha hecho a
Aquiles mejor que a Odiseo e incapaz de mentir; y que al otro, en cambio,
lo ha hecho falso, muy mentiroso e inferior a Aquiles. Por tu parte,
si quieres, contrapón discurso a discurso diciendo que Odiseo es mejor;
así éstos tendrán más elementos de juicio sobre quién de los dos habla
mejor.
Sóc. -Hipias, yo no discuto que tú seas más sabio que yo. Tengo
siempre la costumbre, cuando alguien habla, de prestarle mi atención,
especialmente cuando el que habla me parece sabio, y, en mi deseo de
comprender lo que dice, averiguo, reexamino, comparo lo que se dice, a
fin de aprender. Si el que habla me parece de poco valer, ni insisto en
mis preguntas ni me intereso por lo que dice. En esto reconocerás a los
que yo considero sabios; encontrarás que soy insistente sobre lo que dicen
y que interrogo para aprender y sacar provecho. En efecto, al hablar
tú ahora me he dado cuenta de que en los versos que tú citabas, mostrando
que Aquiles se dirige a Odiseo como si éste fuera un charlatán,
me resulta extraño que tú tengas razón, porque Odiseo, el astuto, en niguna
parte aparece mintiendo, en cambio Aquiles se muestra astuto,
como tú dices. En todo caso, miente; habiendo dicho estos versos que
tú citabas antes:
«Es mi enemigo como las puertas del Hades el que oculta en la
mente una cosa y dice otra»,
dice, poco después, que no le convencerán Odiseo y Agamenón y que
de ningún modo se quedará en Troya, sino que:
«Mañana, dice él, tras haber hecho tos sacrificios a Zeus y a todos
los dioses, habiendo cargado bien las naves y haciéndolas arrastrar al
mar, verás, si quieres y te interesa esto, navegar muy de mañana hacia
el Helesponto, rico en peces, mis naves y, en ellas, a mis hombres afanosos
de remar. Si el glorioso Enosigeo nos concede buena navegación,
al tercer día podría llegar yo a la fértil Ptía».
Incluso, antes de esto, cuando injuriaba a Agamenón, -dijo:
«Ahora me voy a ir a Ptía, puesto que es mucho mejor ir a casa con
las curvas naves; no pienso estar aquí sin honores y amontonar para ti
caudal y riqueza».
Tras haber dicho estas palabras, las unas, en presencia de todo el ejército,
las otras, ante sus compañeros, en ninguna parte se le ve ni prepararse
ni intentar echar las naves al mar con la intención de regresar a su
casa, sino que desprecia, con la mayor tranquilidad, el decir la verdad.
Así pues, Hipias, te preguntaba yo desde el principio, porque no sabía a
cuál de estos dos hombres había hecho mejor el poeta, y porque consideraba
que los dos eran excelentes y que es difícil discernir quién de
ellos era mejor en cuanto a verdad y engaño u otra cualidad. En efecto,
con relación a esto los dos eran casi iguales.
Hip. -No lo juzgas bien, Sócrates. Es evidente que, cuando Aquiles
no dice la verdad, no miente con premeditación, sino involuntariamente,
y que se ha visto obligado a quedarse y a prestar auxilio a causa del
revés del ejército; en cambio, cuando Odiseo no dice la verdad, lo hace
voluntariamente y con intención.
Sóc. -Me engañas, querido Hipias, e imitas tú mismo a Odiseo.
Hip. -De ningún modo, Sócrates. ¿Qué intentas decir y con respecto
a qué?
Sóc. -Porque dices que Aquiles no miente con intención, un hombre
que según lo representa Homero, además de hablar a la ligera, era tan
charlatán e insidioso que incluso parece sentirse superior a Odiseo en
cuanto a que éste no se dé cuenta de que él dice palabras vanas, y esto,
hasta el punto de que se atreve a contradecirse delante de Odiseo, sin
que éste lo advierta. Odiseo, al menos, parece que le habla sin darse
cuenta de que Aquiles miente..
Hip. -¿Qué estás diciendo, Sócrates?
Sóc. -¿No sabes que, después de haber dicho a Odiseo que levaría
anclas con la aurora, no le dice a Ayante que levará anclas sino otra cosa
distinta?
Hip. -¿En qué lugar?
Sóc. -Cuando dice:
«No me inquietaré por el sangriento combate hasta que el hijo del
prudente Príamo, el divino Héctor, llegue a las tiendas y a las naves de
los Mirmidones matando Argivos, e incendie con fuego las naves. Junto
a mi tienda y mi negra nave pienso contener a Héctor, aunque esté ansioso
de combate».
¿Acaso crees tú, Hipias, que el hijo de Tetis, educado además por el
muy sabio Quirón, era tan olvidadizo como para que él mismo, tras haber
vituperado con la máxima censura a los que hablan a la ligera, manifestara
inmediatamente a Odiseo que pensaba regresar y a Ayante que
pensaba quedarse? ¿No crees que lo hizo intencionadamete y creyendo
que Odiseo era un hombre ingenuo al que él superaría con esta habilidad
y con no decir la verdad?
Hip. -No me parece a mí así, Sócrates, sino más bien que dejándose
llevar por su falta de doblez, dice una cosa a Ayante y otra a Odiseo. En
cambio, Odiseo, cuando dice la verdad, lo hace con una intención, y lo
mismo cuando miente.
Sóc.-Luego es mejor, según parece, Odiseo que Aquiles.
Hip. -De ningún modo, Sócrates.
Sóc. -¿Qué, entonces? ¿No ha resultado antes que los que mienten
voluntariamente son mejores que los que lo hacen sin querer?
Hip. - ¿Cómo es posible, Sócrates, que los que cometen injusticia
voluntariamente, los que maquinan a asechanzas y hacen mal intencionadamente
sean mejores que los que no tienen esa intención? Me parece que merece excusa quien comete injusticia o miente o hace algún
otro mal sin darse cuenta. También las leyes, por supuesto, son mucho
más severas con los que hacen mal o mienten intencionadamente, que
con los que lo hacen sin intención.
Sóc.-¿Ves tú, Hipias, que digo la verdad al afirmar que yo soy infatigable
en las preguntas a los que saben? Es probable que no tenga más
que esta cualidad buena y que las otras sean de muy poco valor; en
efecto, me extravío al buscar dónde están los cosas y no sé de qué manera
son. Una prueba de ello, suficiente para mí, es que, cuando estoy
con alguno de vosotros, los bien considerados por una sabiduría de la
que todos los griegos darían testimonio, se hace visible que yo no sé
nada. Pues, por así decirlo, no coincido en nada con vosotros; por tanto,
¿qué mayor prueba de ignorancia existe que discrepar de los hombres
que saben? En cambio, tengo una maravillosa compensación que me
salva: no me da vergüenza aprender, sino que me informo, pregunto y
quedo muy agradecido al que me responde y nunca privé a nadie de mi
agradecimiento, jamás negué haber aprendido algo haciendo de ello
una idea original mía. Al contrario, alabo como sabio al que me ha enseñado,
dando a conocer lo que aprendí de él. Y por cierto, tampoco
ahora estoy de acuerdo con lo que tú dices, sino que discrepo totalmente.
Sé muy bien que esto es por mi causa, porque soy como soy, para
no decir de mí nada grave. En efecto, Hipias, a mí me parece todo lo
contrario de lo que tú dices; los que causan daño a los hombres, los que
hacen injusticia, los que mienten, los que engañan, los que cometen
faltas, y lo hacen intencionadamente y no contra su voluntad, son mejores
que los que lo hacen involuntariamente. Algunas veces, sin embargo,
me parece lo contrario y vacilo sobre estas cosas, evidentemente
porque no sé. Ahora, en el momento presente, me ha rodeado una especie
de confusión y me parece que los que cometen falta en algo intencionadamente
son mejores que los que lo hacen involuntariamente. Hago
responsables del estado que ahora padezco a los razonamientos precedentes,
de manera que ahora, en este momento, los que hacen cada
una de estas cosas involuntariamente son peores que los que las hacen
intencionadamente. Así pues, hazme esta gracia y no rehuses curar mi
alma, pues me harás un bien mucho mayor librándome el alma de la ignorancia
que el cuerpo de una enfermedad. En todo caso, me anticipo a
decirte que no me vas a curar si tienes la intención de pronunciar un
largo discurso, pues no sería capaz de seguirte. En cambio, si estás dispuesto
a responderme como hasta ahora, me ayudarás mucho, y creo
que tampoco te hará daño a ti. Es justo que te llame en mi ayuda, hijo
de Apemanto, pues tú me animaste a dialogar con Hipias. También
ahora tú, si Hipias no quiere responder, pídeselo por mí.
Éud. -Pero creo yo, Sócrates, que Hipias no tiene necesidad de
nuestro ruego. No iban por ahí las palabras que nos anticipó, sino más
bien hacia que no evitaría las preguntas de nadie. ¿Es así, Hipias? ¿No
es eso lo que decías?
Hip. -Sí, ciertamente. Pero, Éudico, Sócrates siempre embrolla las
conversaciones y parece como si tratara de obrar con mala intención.
Sóc. -Mi buen Hipias, no hago eso intencionadamente, pues sería
sabio y hábil, según tus palabras, sino que lo hago involuntariamente,
de modo que perdóname. En efecto, tú dices que se debe excusar al que
hace daño involuntariamente.
Éud. -No lo hagas de otro modo, Hipias, sino que, por nosotros y
por las palabras que antes dijiste, contesta a lo que te pregunte Sócrates.
Hip. -Responderé, puesto que me lo pides tú. Bien, pregunta lo que
quieras.
Sóc. -Deseo vehementemente, Hipias, examinar lo que ahora hemos
dicho: si son, en verdad, mejores los que cometen faltas intencionadamente,
que los que lo hacen involuntariamente. Pienso que para este
examen procederíamos adecuadamente de este modo. Así pues, contéstame:
¿dices que hay algún corredor bueno?
Hip. -Sí, ciertamente.
Sóc. -¿Y malo?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿No es bueno el que corre bien y malo el que corre mal?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿El que corre despacio corre mal y el que corre deprisa corre
bien?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿Luego en la carrera y en el correr, la rapidez es lo bueno y la
lentitud lo malo?
Hip. -¿Qué otra cosa va a ser?
Sóc. -¿Quién es mejor corredor, el que corre despacio intencionadamente
o el que lo hace contra su voluntad?
Hip. -El que lo hace intencionadamente.
Sóc. -¿Correr no es hacer algo?
Hip. -Lo es en efecto.
Sóc. -Si es hacer algo, ¿no es también ejecutar algo?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿El que corre mal ejecuta esto en la carrera mal y de modo
feo?
Hip. -Mal, con certeza.
Sóc. -¿El que corre lentamente corre mal?
HiP. -Sí.
Sóc. -¿No es cierto que el buen corredor ejecuta esto, que es malo y
feo, intencionadamente, y el mal corredor, involuntariamente?
Hip. -Así parece.
Sóc. -¿Luego en la carrera el que ejecuta cosas mal hechas involuntariamente
es peor que el que las ejecuta voluntariamente?
Hip. -En la carrera, al menos, sí.
Sóc. -¿Y en la lucha? ¿Es mejor luchador el que cae voluntariamente,
o el que cae involuntariamente?
Hip. -El que cae voluntariamente, según parece.
Sóc. -¿Es peor y más feo en la lucha caer, o derribar?
Hip. - Caer.
Sóc. -¿Luego también en la lucha el que ejecuta actos malos y feos
voluntariamente es mejor luchador que el que los ejecuta involuntariamente?
Hip. -Así parece.
Sóc. -¿Y en todos los otros ejercicios del cuerpo? ¿No es cierto que
el mejor respecto al cuerpo es capaz de realizar ambas clases de cosas,
las fuertes y las débiles, las feas y las bellas, de forma que, cuando en
lo que concierne al cuerpo se realizan cosas mal hechas, el mejor respecto
al cuerpo las realiza voluntariamente, y el peor involuntariamente?
Hip. -Parece que es así en lo referente a la fuerza.
Sóc. -¿Y en cuanto a la buena apariencia, Hipias? ¿No es propio del
mejor cuerpo tomar las posturas feas y malas voluntariamente, y es
propio del peor cuerpo tomarlas involuntariamente? ¿Cómo piensas tú?
Hip. - Así.
Sóc. -Luego también la mala apariencia, cuando es voluntaria, proviene
de la perfección del cuerpo, y cuando es involuntaria, proviene de
la imperfección.
Hip. -Así parece.
Sóc. -¿Qué dices respecto a la voz? ¿Cuál dices que es mejor, la que
desentona voluntariamente o la que lo hace involuntariamente?
Hip. -La que desentona voluntariamente.
Sóc. -¿Es inferior la que desentona involuntariamente?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿Qué preferirías tener, lo bueno o lo malo?
Hip. -Lo bueno.
Sóc. -¿Preferirías tener unos pies que cojearan voluntariamente, o
involuntariamente?
Hip. -Voluntariamente.
Sóc. -¿No es la cojera un defecto y una mala apariencia?
Hip. - Sí.
Sóc. -¿Y la miopía, no es un defecto de los ojos?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿Qué ojos querrías tú poseer y tener contigo, aquellos con los
que voluntariamente ves poco y con estrabismo, o los ojos con los que
esto sucede involuntariamente?
Hip. -Los ojos con los que voluntariamente.
Sóc. -¿Luego consideras tú que los órganos tuyos que trabajan mal
voluntariamente son mejores que los que lo hacen involuntariamente?
Hip. -Sí, son mejores.
Sóc. -Por tanto, una sola afirmación abarca todo esto: no es deseable
poseer, porque son malos, los oídos, las narices, la boca y todos los
órganos de los sentidos que trabajan mal involuntariamente; en cambio,
es deseable poseer, porque son buenos, los que lo hacen voluntariamente.
Hip.-Así me lo parece.
Sóc. -¿Y el uso de qué instrumentos es mejor, el de aquellos con los
que se trabaja mal voluntariamente o el de aquellos con los que se trabaja
mal involuntariamente? Por ejemplo, ¿es mejor un timón con el
que se pilota mal sin quererlo o uno con el que se hace mal queriéndolo?
Hip. -Aquel con el que se hace mal queriéndolo.
Sóc. -¿No son lo mismo un arco, una lira, una flauta y todas las demás
cosas?
Hip. -Dices la verdad.
Sóc. -¿La condición natural de un caballo con el que se cabalga mal
voluntariamente es mejor que la de aquel con el que se hace mal esto
involuntariamente?
Hip. -Seguramente.
Sóc. -Entonces, es mejor.
Hip. -Sí.
Sóc. -Así pues, con un caballo de buena condición se podría intencionadamente
realizar las obras propias de esta buena condición en
sentido contrario; en cambio, con el de mala condición natural se realizan
éstas involuntariamente.
Hip. -Sin duda.
Sóc. -¿No sucede lo mismo con la condición natural del perro y con
la de todos los otros animales?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿Y qué, entonces? ¿El alma de un arquero es mejor si yerra el
blanco voluntariamente, o si yerra involuntariamente?
Hip. - Si yerra voluntariamente.
Sóc. -¿Luego es ésta mejor para el tiro al arco?
Hip. - Sí.
Sóc. -¿Entonces, el alma que yerra involuntariamente es peor que la
que yerra voluntariamente?
Hip. -Al menos, en el tiro al arco.
Sóc. -¿Y en la medicina? ¿No es más conocedora de la medicina el
alma que hace mal a los cuerpos voluntariamente?
Hip. -Sí.
Sóc. -Luego, en este arte, ésta es mejor que la que no lo hace voluntariamente.
Hip. -Sí, es mejor.
Sóc. -¿Qué, pues? Del mismo modo lo es la más conocedora del
arte de tocar la cítara y del arte de tocar la flauta; y respecto a todas las
artes y conocimientos, ¿no es mejor la que voluntariamente hace las cosas
mal y torpemente y comete errores, y es peor la que hace esto involuntariamente?
Hip. -Así parece.
Sóc. -Pero, ciertamente, preferiríamos como almas de los esclavos
las que cometen errores y obran mal voluntariamente, más bien que las
que hacen esto involuntariamente, en la idea de que son mejores para
esto.
Hip. -Sí.
Sóc. -Y nuestra propia alma, ¿no quisiéramos que fuera lo mejor
posible?
Hip. -Sí.
Sóc. -¿No es cierto que será mejor, si obra mal y comete errores
voluntariamente, que si lo hace involuntariamente?
Hip. -Sería horrible, Sócrates, que los que obran mal voluntariamente
fueran mejores que los que obran mal contra su voluntad.
Sóc. -Sin embargo, así resulta de lo que hemos dicho.
Hip. -No, ciertamente, para mí.
Sóc. -Yo creía, Hipias, que también te parecía a ti así. Pero respóndeme
de nuevo. ¿No es la justicia una fuerza o una ciencia, o bien lo
uno y lo otro juntos? ¿O no es necesario que la justicia sea una de estas
cosas?
Hip. -Sí es necesario.
Sóc. -¿No es cierto que, si la justicia es una fuerza del alma, el alma
más fuerte es más justa? En efecto, un alma así nos ha resultado ser
mejor, amigo mío.
Hip. -Si.
Sóc. -¿Y si es una ciencia? ¿No es más justa el alma más sabia, y es
menos justa la menos sabia?
Hip. -Así resulta.
Sóc. -¿No es cierto que la más fuerte y la más sabia ha resultado ser
mejor y más capaz de realizar ambas cosas, lo bueno y lo malo, en
cualquier actividad?
Hip. -Sí.
Sóc. -Luego cuando realiza lo feo, lo realiza. voluntariamente por
su fuerza y por su arte; esto parece ser propio de la justicia: o bien lo
bueno y lo malo, o una sola de estas dos cosas.
Hip. -Parece que sí.
Sóc. -Y el cometer injusticia es hacer mal, y no cometerla es hacer
bien.
Hip. -Sí.
Sóc. -¿No es cierto que el alma más fuerte, cuando comete injusticia,
lo hace voluntariamente y la mala, involuntariamente?
Hip. - Así parece.
Sóc. -¿No es un hombre bueno el que tiene un alma buena, y es
malo el que la tiene mala?
Hip. -Sí.
Sóc. -Luego es propio del hombre bueno cometer injusticia voluntariamente
y del malo, hacerlo involuntariamente, si, en efecto, el hombre
bueno tiene un alma buena.
Hip. -Pero, ciertamente, la tiene.
Sóc. -Luego el que comete errores voluntariamente y hace cosas
malas e injustas, Hipias, si este hombre existe, no puede ser otro que el
hombre bueno.
Hi. -No me es posible admitir eso, Sócrates.
Sóc. -Tampoco yo puedo admitirlo, Hipias, pero necesariamente
nos resulta así ahora según nuestro razonamiento. Pero, como decía
antes, yo ando vacilante de un lado a otro respecto a estas cosas y nunca
tengo la misma opinión. Y no es nada extraño que ande vacilante yo y
cualquier otro hombre inexperto. Pero el que también vosotros, los sabios,
vaciléis, esto es ya tremendo para nosotros, que ni siquiera dirigiéndonos
a vosotros vamos a cesar en nuestra vacilación.

CARTA VII - PLATÓN









CARTA VII

Me mandasteis una carta diciéndome que debía estar convencido de que vuestra manera de pensar coincidía con la de Dión y que, precisamente por ello, me invitabais a que colaborara con vosotros en la medida de lo posible, tanto con las palabras como con los hechos: Pues bien, en lo que a mí se refiere, yo estoy dispuesto a colaborar si, efectivamente, tenéis las mismas ideas y las mismas aspiraciones que él, pero, de no ser así, tendré que pensármelo muchas veces. Yo podría hablar de sus pensamientos y de sus proyectos, no por mera conjetura, sino con perfecto conocimiento de causa. En efecto, cuando yo llegué por primera vez a Siracusa, tenía cerca de cuarenta años; Dión tenía la edad que ahora tiene Hiparino, y las convicciones que tenía entonces no dejó de mantenerlas durante toda su vida: creía que los siracusanos debían ser libres y debían regirse por las leyes mejores, de modo que no es nada sorprendente que algún dios haya hacho coincidir sus ideales políticos con los de aquél. Merece la pena que tanto os jóvenes como los que no lo son se enteren del proceso de gestación de estos ideales; por ello voy a intentar explicároslo desde el principio, ya que las circunstancias presentes me dan ocasión para ello. 

Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos, y las circunstancias en que se me presentaba la situación de mi país eran las siguientes: al ser acosado por muchos lados el régimen político entonces existente, se produjo una revolución; al frente de este cambio político se establecieron como jefes cincuenta y un hombres: once en la ciudad y diez en el Pireo ( unos y otros encargados de la administración pública en el ágora y en los asuntos municipales), mientras que treinta se constituyeron con plenos poderes como autoridad suprema. Ocurría que algunos eran parientes y conocidos míos y, en consecuencia, me invitaron al punto a colaborar en trabajos que, según ellos, me interesaban. Lo que me ocurrió no es de extrañar, dada mi juventud: yo creí que iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen injusto para llevarla a un sistema justo, de modo que puse una enorme atención en ver lo que podía conseguir. En realidad lo que ví es que, en poco tiempo, hicieron parecer de oro al antiguo régimen; entre otras cosas, enviaron a mi querido y viejo amigo Sócrates, de quien no tendría ningún reparo en afirmar que fue el hombre más justo de su época,para que, acompañado de otras personas, detuviera a un ciudadano y lo condujera violentamente a su ejecución, con el fin evidente de hacerle cómplice de sus actividades criminales tanto si quería como si no. Pero Sócrates no obedeció y se arriesgó a toda clase de peligros antes que colaborar en sus iniquidades. Viendo, pues, como decía, todas estas cosas y aun otras de la misma gravedad, me indigné y me abstuve de las vergüenzas de aquella época. Poco tiempo después cayó el régimen de los Treinta con todo su sistema político. Y otra vez, aunque con más tranquilidad, me arrastró el deseo de dedicarme a la actividad política. Desde luego, también en aquella situación, por tratarse de una época turbulenta, ocurrían muchas cosas indignantes y no es nada extraño que, en medio de una revolución, algunas personas se tomaran venganzas excesivas de sus enemigos. Sin embargo los que entonces se repatriaron se comportaron con una gran moderación. Pero la casualidad quiso que algunos de los que ocupaban el poder hicieran comparecer ante el tribunal a nuestro amigo Sócrates, ya citado, y presentaran contra él la acusación más inicua y más inmerecida: en efecto, unos hicieron comparecer, acusado de impiedad, y otros condenaron y dieron muerte al hombre que un día se negó a colaborar en la detención ilegal de un amigo de los entonces desterrados, cuando ellos mismos sufrían la desgracia del exilio. Al observar yo estas cosas y ver a los hombres que llevaban la política, así como las leyes y las costumbres, cuanto más atentamente lo estudiaba y más iba avanzando en edad, tanto más difícil me parecía administrar bien los asuntos públicos. Por una parte, no me perecía que pudiera hacerlo sin ayuda de amigos y colaboradores de confianza, y no era fácil encontrar a quienes lo fueran, ya que la ciudad no se regía según las costumbres y usos de nuestros antepasados, y era imposible adquirir otros nuevos con alguna facilidad. Por otra parte, tanto la letra de las leyes como las costumbres se iban corrompiendo hasta tal punto que yo, que al principio estaba lleno de un gran entusiasmo para trabajar en actividades públicas, al dirigir la mirada a la situación y ver que todo iba a la deriva por todas partes, acabé por marearme. Sin embargo, no dejaba de reflexionar sobre la posibilidad de mejorar la situación y, en consecuencia, todo el sistema político, pero sí dejé de esperar continuamente las ocasiones para actuar, y al final llegué a comprender que todos los Estados actuales están mal gobernados; pues su legislación casi no tiene remedio sin una reforma extraordinaria unida a felices circunstancias. Entonces me sentí obligado a reconocer, en alabanza de la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en el terreno de la vida pública como en la privada. Poe ello, no cesarán los males de género humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que ejercen el poder en las ciudades lleguen a ser filósofos verdaderos, gracias a un especial favor divino.

Ésta es la manera de ver las cosas que yo tenía cuando llegué por primera vez a Italia y a Sicilia. En aquella ocasión no me gustó en absoluto la clase de vida allí considerada feliz, atiborrada de banquetes a la manera italiana y siracusana; hinchándose de comer dos veces al día, no dormir nunca sólo por la noche, y todo lo que acompaña a este género de vida. Pues con tales costumbres no hay hombre bajo el cielo que, viviendo esta clase de vida desde su niñez, pueda llegar a ser sensato (nadie podría tener una naturaleza tan maravillosamente equilibrada): ni siquiera podría ser prudente, y, desde luego, lo mismo podría decirse de las otras virtudes. Y ninguna ciudad podría mantenerse tranquila bajo las leyes, cualesquiera que sean, con hombres convencidos de que deben dilapidar todos sus bienes en excesos y que crean que deben permanecer totalmente inactivos en todo lo que no sean banquetes, bebidas o esfuerzos en busca de placeres amorosos. Forzosamente, tales ciudades nunca dejarán de cambiar de régimen entre tiranías, oligarquías y democracias, y los que mandan en ellas ni soportarán siquiera oir el nombre de un régimen político justo e igualitario.

Durante mi viaje a Siracusa, yo me hacía estas consideraciones, añadidas a las anteriores, tal vez guiado por el destino. Parece, en efecto, que algún dios preparaba entonces el principio de los sucesos que ahora han ocurrido, referentes a Dión y a Siracusa, y todavía pueden temerse males mayores en el caso de que no atendáis mis instrucciones al actuar como consejero por segunda vez. Pues bien, ¿Cómo puedo decir que mi llegada a Sicilia fue el principio de todo lo que ocurrió? Al entablar entonces yo relaciones con Dión, que era un joven, y explicarle en mis conversaciones lo que me parecía mejor para los hombres, aconsejándolo que lo pusiera en práctica, es posible que no me diera cuenta de que de alguna manera estaba preparando inconscientemente la futura caída de la tiranía.